El Mesías Donald Trump y su profeta Q

El Mesías Donald Trump y su profeta Q

 

Enrique Carballo Gende

Xornalista e Investigador de HISTAGRA

 

El asalto al Capitolio ya está haciendo correr ríos de tinta, sobre todo digital, y a lo largo de este año se escribirán unos cuantos cientos de artículos académicos, a manos de politólogos, sociológos, psicólogos, antropólogos. También algunos históricos, que debieran poner algo de contexto a un evento que algunos están presentando como una toma de la Bastilla que señala el ocaso de la democracia estadounidense y un hecho sin precedentes.

 

Dejando aparte que ya hubo protestas multitudinarias en Washington durante la jura del propio Trump y de Bush hijo, la violencia colectia era mucho más prevalente en los Estados Unidos decimonónicos y hubo un proceso de pacificación perceptible en la década de 1930 y años siguientes, como bien explica Paul A. Gilge en Rioting in America. Ya existían las luchas étnicas y religiosas, los disturbios raciales y las ciudades que se convertían en campos de batalla por cuestiones electorales, con uso de cañones y ametralladoras. Las milicias violentas, los grupos de vigilantes y los linchamientos se mantienen a un nivel muchísimo más bajo que en los Estados Unidos de las décadas siguientes a la Guerra Civil.

 

Algunos teóricos frecuentemente citados por los historiadores, en especial Sydney Tarrow y Charles Tilly, serán útiles para entender lo que ha pasado en Estados Unidos, no solo tras estas elecciones sino durante los últimos años. Por emplear algunos de sus términos, la victoria de Donald Trump, polarizadora para la sociedad estadounidense, puede verse como una ventana de oportunidad para la movilización colectiva, y su insistencia en no reconocer la legitimidad de los resultados electorales como una situación de división de las élites y alianza de estas con grupos potencialmente revolucionarios. La falta de planificación de los asaltantes se nota en los escasos resultados que consiguieron para su bando, pese a protagonizar un hecho histórico y de un inmenso capital simbólico. Las redes sociales son un factor de movilización y comunicación revolucionario como la imprenta, y además muy cambiante y con marcos legales de referencia en debate. Evaluar la incidencia de todos estos factores se me escapa, y no intentaré hacerlo en este artículo.

 

Pero querría añadir uno que me parece pertinente, y que he comprobado que es bastante poco conocido para el público español. Una buena parte de los asaltantes del Capitolio portaban simbología relacionada con el movimiento Qanon. Esta es una compleja red de teorías conspirativas que saca su nombre de un usuario anónimo, Q, que hace unos años empezó a postear en foros de internet haciéndose pasar por un miembro del Gobierno estadounidense próximo a Trump y a revelar “la verdad”.

 

Resumiré los puntos básicos: Estados Unidos está cooptado por una cábala de conspiradores, el Deep State, en general demócratas, que realizan rituales satánicos en los que violan y matan niños y les extraen adenocromo, un derivado de la adrenalina, para mantenerse jóvenes. Trump pelea en la sombra con ellos y en algún momento habrá una redada masiva para arrestarlos y purgar el país. El coronavirus no existe y la vacuna tiene propósitos nefandos, como introducir chips de Bill Gates en la sangre. Las elecciones, evidentemente, fueron falsificadas por el Deep State, y no hay pruebas porque también controlan los medios, jueces, etcétera. Otros añaden que John F. Kennedy no está muerto y volverá para unirse a Trump, que Michelle Obama es un hombre o incluyen alienígenas.

 

Estas tesis beben de otras conspiraciones, como el Pizzagate, las histerias antivacunas o el satanic panic de hace un par de décadas, y resucitan la vieja idea de que “los otros” sacrifican niños, que ya estaban en los progromos de judíos medievales. En un disturbio en Zaragoza en 1895 la turba atacó a los jesuitas porque decían que unos clérigos de Lisboa robaban niños para devorarlos, según cuenta Lucea Ayala en El pueblo en movimiento. Pero estas teorías se siguen masivamente en Estados Unidos y otros países. Decenas o centenares de miles de personas las creen total o parcialmente.

 

Evidentemente no son mayoritarios entre la población estadounidense, pero las revoluciones o el terrorismo siempre los protagonizan pequeñas minorías. Algunos ya han emprendido la guerra por su cuenta. Edgar Maddison Welch, un padre de familia sin antecedentes, entró armado en una pizzería buscando a los niños que tenían secuestrados Hillary Clinton y sus secuaces. Anthony Comello, un joven de 24 años, acribilló a tiros a un jefe mafioso de la familia Gambino que pensaba que estaba en la conspiración. El FBI ya considera a Qanon como una amenaza terrorista. Otros muchos se dedican a destruir su vida social y familiar (pueden leerse bastantes testimonios de esto en el subrreddit Qanoncasualties), y parece que en el asalto al capitolio constituyeron la punta de lanza de los manifestantes.

 

Lo particular y extraordinario de estas tesis es lo inmersas que están en el pensamiento mágico y en lo fantástico. Que Q se equivoque y contradiga constantemente, que el adrenocromo se pueda comprar legalmente sin torturar a niños y que parte de los puntos de la conspiración están directamente sacados de películas de ciencia-ficción no es suficiente para desalentar a los seguidores. Estos tienen comportamientos parecidos a los de una secta o un culto religioso, y el universo al que evocan es escatológico. Trump es un elegido, en cuya palabra hay que confiar a toda costa (literamente; emplean el lema Trust the plan).

 

Si dice lo contrario de lo que sus seguidores esperarían oír es porque tiene motivos para hacerlo. Muchos buscan mensajes en sus miradas o reescriben sus mensajes de Twitter con numerología para encontrar pistas ocultas, otros le atribuyen directamente poderes mágicos. Esperan la llegada de the Storm, la gran redada contra la cábala satanista-pedófila, como el día en que se derrotará al mal y todo cambiará para los que hayan confiado en él.

 

La gente que piensa de esta manera, y que por tanto ha renunciado al pensamiento crítico en contra de su líder (lo que explica por qué siguen dando dinero a un millonario que se ha declarado varias veces en quiebra arruinando a los que habían confiado en él) rompen las reglas normales del juego de la movilización colectiva.

 

Personalmente, no creo que el trumpismo tenga mucho recorrido como movimiento político, sobre todo porque su líder se está convirtiendo en un paria dentro del Partido Republicano y la edad de su líder. Alguien podría recoger su legado y fundar un nuevo partido, y el propio Trump ha dicho que se presentará en 2024, pero solo serviría para favorecer a los demócratas. Unos cuantos millones de personas, eso sí, seguirán viéndolo como una figura salvadora aunque quizás trágica. Es previsible que el 20 de enero caigan algunos creyentes, pero no lo harán todos. Muchos rastafaris siguen considerando al emperador Haile Selassie como el Mesías, ¿por qué no podría tener Trump su propia iglesia?

 

Enrique Carballo (A Coruña, 1988) é licenciado en Xornalismo (2012 USC) e Máster en Historia Contemporánea (2018 USC). Actualmente realiza a súa tese sobre a criminalidade, a violencia e as actitudes cara estes fenómenos en Galicia entre 1840 e 1936. http://histagra.usc.es/gl/persoas/52/enrique-carballo-gende