La violencia en la obra de Blasco Ibáñez
Enrique Carballo Gende
Investigador do Grupo HISTAGRA
Al estudiar la historia de la violencia, lo habitual es explicarla a través de los factores que la desencadenan. Por ejemplo, si un hombre acuchilla a otro por llamarlo afeminado, debemos asumir que la virilidad es tan importante para él que está dispuesto a matar para defenderla, y el insulto sobrepasó los límites. Por hacer una metáfora algo torpe, implícitamente pensamos que en la mente del agresor se va llenando un vaso, y cuando rebosa, estalla la violencia; a los investigadores lo que nos interesa saber es qué tipo de líquido lo hizo colmar.
Pero al investigar acerca de la violencia en los siglos XIX y el primer tercio del XX he llegado a la conclusión de que, entre los españoles de la época, los vasos eran más pequeños, y al resto de comensales les importaba menos que se manchase el mantel. Los charivaris y bromas pesadas, que periódicamente acaban en muertes a tiros; los tirones de pelos, bofetadas y mordiscos de las mujeres en las fuentes, mercados y fielatos; los navajazos y tiroteos en bares y tascas entre jóvenes campesinos y obreros; las pedradas entre bandas de rapaces y, por supuesto, los enfrentamientos a palos en romerías. Son muestras, en mi opinión, de un menor rechazo a la violencia.
El autor que más me ha confirmado en esta visión de la España decimonónica es Blasco Ibáñez, un escribir en el que la violencia está siempre presente, y siempre es siempre. Entre Naranjos, una novela romántica sobre el amor y el abandono, tiene su ración de matonismo electoral y paisanos haciendo correr la pólvora; en el folletín antijesuítico La Araña Negra no faltan, entre las acusaciones panfletarias contra la Compañía, tiroteos, enfrentamientos a espada y asaltos de barricadas.
En parte, la violencia está para darle un toque de picante a la literatura y adaptarla a los paladares del público; después de todo, el costumbrismo del realismo literario está aderezado con conflicto para no aburrir al lector. En las novelas y cuentos de Pérez Galdós y Pardo Bazán (mucho menos en Azorín) hay una buena cantidad de homicidios y suicidios, y los personajes de Pío Baroja tienen su temperamento: el mesurado e introspectivo médico de El Árbol de la Ciencia amenaza con partirle una silla en la cabeza a un punto madrileño. En cuanto a Zola, he leído una buena cantidad de ensayos de violencia en sociedades campesinas y no me he encontrado ninguna tan sangrienta como la pequeña aldea eureliana de La Terre; de cinco defunciones en la familia Fouan, ninguna es natural.
Pero Blasco Ibáñez es un escritor costumbrista, con bastante experiencia en entornos marginales y clases populares. Faenó con los pescadores valencianos mientras escribía Flor de Mayo, y acompañó a los cazadores furtivos al coto real mientras escribía La Horda. En presidio estuvo, según una referencia, una treintena de veces, y en su carrera política en Valencia, cuenta González Calleja, empleó matones para asaltar a facciones republicanas rivales. Se centraba en la parte de la realidad más espectacular, sí, y la adornaba. Pero los episodios violentos de sus novelas los podemos encontrar en las causas criminales y secciones de sucesos.
Teniendo esto presente, los libros de Blasco Ibáñez apuntalan la idea de que existía una tolerancia social amplia en torno a la violencia, y nos ayudan a entender no sólo cómo se producía, sino por qué y qué sentían sus protagonistas. Ilustra, por ejemplo, cómo la agresividad es un factor de sociabilidad de los hombres jóvenes. En los pueblos de pescadores de Cañas y Barro los jóvenes demuestran su hombría a golpes y peleas, y van a la fiesta con las escopetas “como si para divertirse en un pueblo pequeño, donde todos se conocían, fuese preciso tener el arma al alcance de la mano”.
Nos enseña que incluso el homicidio era aceptable en el esquema de valores contemporáneo. El padre de un homicida reconoce en La Bodega que su hijo “al fin, era un hombre, y los hombres matan muchas veces sin dejar de ser honrados”. El joven presidiario de La Corrección mira con simpatía a los delincuentes de sangre y desprecia a los ladrones. Este es uno de estos casos en los que la realidad acude en ayuda de la ficción. En 1935, Pedro Marcos, de Pontedeume, disparó sobre su vecino Antonio Vázquez, que salvó la vida arrojándose al suelo. El autor “manifestó al ser detenido que si hubiera sabido que el otro no había muerto (…) le hubiera rematado. Añadió que había disparado porque Antonio dijera que había robado, y prefería ir a la cárcel por una muerte, que no por ladrón.
El valenciano también se adentra en la dimensión emocional de la violencia. No hace falta que nadie nos recuerde que la violencia es atemorizadora y dolorosa, pero sí que puede ser placentera y fascinante. Blasco Ibáñez no es el único literato que lo hizo notar, y Pardo Bazán habla en Eterna Ley del “gusto discutible, singular, todo lo que se quiera, pero innegable, de romperse la crisma”. Pero en la gallega encontramos una cierta distancia de espectadora curiosa, mientras que Blasco Ibáñez llega a dar voz a algún apologeta de la violencia. “Un poco de salvajismo de vez en cuando da nuevas energías para continuar la existencia”, sentencia el progresista doctor Ruiz en Sangre y Arena.
Finalmente, Blasco Ibáñez nos muestra una tensión entre dos formas de entender la masculinidad que probablemente nos hable tanto de sus propios prejuicios como los de su época. En las páginas del valenciano encontramos una y otra vez al guapo, el valentón. Por una parte está el punto propiamente criminal, el matón que vive asociado a actividades ilegítimas, como cobrar el barato; un tipo reconocible de la España de la Restauración y en particular del Sur y el Levante. Al majo levantino lo parodia Blasco, convirtiéndolo en pez, en la fábula de La apuesta del “Esparrello”, y sobre todo en su cuento Majeza valenciana. Pero no es un personaje central de su obra.
Por otra parte está el calavera, que no es un delincuente profesional, pero que desdeña el trabajo y las obligaciones de la familia y la sociedad, se divierte gastando el dinero propio o de otros y construye su personalidad en torno a la guapeza, esto es, la chulería y valentía y atractivoEste sí que nos lo encontramos una y otra vez en las novelas del valenciano, ya sea encarnado en un pescador, un campesino o un aristócrata.
El calavera se define por contraste con el otro gran arquetipo blasquiano de hombre, el del varón responsable y trabajador, amante esposo y padre de familia. El anterior personaje se construía en torno al egoísmo; este, en torno a la responsabilidad. El choque entre ambos motiva el conflicto de varias de las novelas de Blasco: dos hermanos en Flor de Mayo, padre e hijo en Cañas y Barro, dos vecinos en La Barraca. Este tipo de virilidad, más disciplinada y controlada, suscita más simpatías del autor… Pero, quizás reflejando la vida amorosa de Blasco Ibáñez, los personajes que la encarnan suelen sufrir el desprecio o el engaño de las mujeres.
Pero en el fondo de este personaje sigue estando, reconcentrada, la posibilidad de la violencia, como nos muestra un vistazo a la psique del Retor de Flor de Mayo, que era “hombre de paz y huía las cuestiones; muchas veces perdía su derecho en la playa porque era padre y no aspiraba a pasar por majo; pero que no le tocasen lo que era suyo y muy suyo: el dinero y su mujer”. La idea de que le decomisen un alijo le hace fantasear con sacar la navaja y “matar, matar siempre, hasta que lo tumbaran sobre los fardos que eran su fortuna”. Cuando se ve engañado por su mujer surge “la bestia (…) que ante la traición estremecíase con el delirio de sangre”.
En el calavera y en el padre de familia trabajador, la violencia tiene el mismo papel. Asentar la estima propia y el estatus social, transmitir a los demás y a uno mismo que encaja con la imagen de hombre que resulta aceptable en el contexto de la época: la de uno que capaz de defender los fundamentos de su vida navaja en mano.